Goodbye, Etta.
Llega un momento en la vida en que uno mira su colección de libros y discos y cambia la percepción que tenía de ella. Hasta ese momento, ese montón de plástico y papel (y vinilo, y algunos materiales más que desconozco) deja de ser un tesoro para convertirse en una herencia. Alguno podrá pensar que un concepto no está reñido con el otro, pero el matiz de la pertenencia provoca un cambio fundamental. Durante años, mimas toda esa música y esa literatura con el cariño de un anticuario, convencido de que su valor es incalculable, como miles de doblones de oro rescatados de un antiguo galeón español hundido en el Caribe. Es, si se me permite la exageración, una manera de estar en el mundo, el enlace entre el sueño y la realidad, la unión de lo inmaterial y lo concreto. La única cosa, en fin, que merece la pena ser poseída. Y es tuya.
Pero un día el destino decide que un nuevo habitante del planeta lleve tu apellido y es inevitable mirar hacia las estanterías con la nostalgia y el orgullo de un jubilado en su último día de trabajo, tratando de dejar todo ordenado para su sucesor, aún dueño del jardín de recuerdos que le rodean. Es entonces cuando toda esa maraña desordenada de música y textos, sin la que uno no entendería su propia existencia, pasa a convertirse en un legado, en la herencia palpable del aprendizaje sentimental, en lo único que vale la pena de aquello, que, en este caso, un padre puede ofrecerle a su hija. Así, esa colección es ya, maravillosamente suya. De ella.
No hay nada más subjetivo que el valor. Cada uno lo atribuye según su propio entendimiento, sus gustos o su visión de la vida. Pero, a veces, la realidad nos demuestra que existen cosas necesarias, importantes; nos hace ver que no estábamos equivocados. Al menos no siempre, ni en todo. A los pocos días de nacer, tras las cuarentayocho horas reglamentarias en el hospital, mi hija conoció la que será su casa por tiempo indefinido. Y, tras haberse presentado en el mundo como una niña tranquila, de poco llanto, comenzó a llorar casi al tiempo que cruzábamos el umbral. Y lloró durante tres días y tres noches seguidas. Sabríamos más tarde que ese cambio de humor estaba relacionado con una “pequeña negligencia médica” (lo pongo entre comillas porque acepto nuestra parte de culpa de padres primerizos) que, una vez subsanada, dejó paso nuevamente a su verdadero carácter tranquilo. El caso es que en uno de esos momentos de lágrimas inconsolables, con el ánimo a punto de quebrarse y la indefinible fuerza del amor, su madre la estrechó en los brazos y puso un disco, diría que al azar, agarrándose a un pequeño hilo de esperanza. Un hilo que se convirtió, de manera mágica, en el cable por el que caminó, como un funambulista, desde alguna ventana abierta en nuestro interior hasta el balconcito del alma donde la pequeña irá guardando sus victorias, el enorme grado de importancia que la música tiene en nuestras vidas. O eso quisimos creer, al ver cómo, despacio, la niña se iba quedando en silencio mientras escuchaba la analgésica voz de Etta James cantando Anything to say you're mine. Como digo, a veces, uno encuentra cosas objetivamente valiosas.
Mis amigos se ríen de mí porque creo recordar algunos episodios que ocurrieron cuando, se supone, yo aún no podía almacenarlos en mi cerebro. Parece que es imposible que yo tenga la imagen de mis hermanos viendo en televisión a Mazinger Z, aunque pueda jurar que es así, pues nadie conserva recuerdos de una edad tan temprana, y la explicación más factible para esas luces de mi cabeza tiene que ver con la imaginación. Pero yo sé que no es así. En mi familia saben que tengo buena memoria, que siempre la he tenido. Quizá, visto que no todo el mundo puede hacerlo, me haya sido concedido un don que (y aquí llega a lo que iba), por designios de la genética, también mi hija posea, siendo así capaz de retener imágenes y sonidos desde sus primeros días de vida (mis recuerdos comienzan con un año, pero tal vez este superpoder mejore con la especie). De manera que si cuando crezca, es capaz de verse, años atrás, bailando sin querer todas las canciones de At last! quizá piense en sus padres un poquito y decida echarle un vistazo a toda esa música de viejos y ese montón de aburridos libros de letra pequeña. O lo lleve haciendo cada día de su vida y haya encontrado, al menos, una respuesta o mil preguntas. No me juzguéis: ya sé que si no lo hace encontrará su camino y será una mujer estupenda igualmente. Tan estupenda que sabrá que, aunque no nos gusten, hay cosas que forman parte, irremediablemente, de lo que somos.