Mi viejo y el río

Me gustan las historias de los niños de antes. Las historias que mi padre me cuenta de cómo en el pueblo, los chicos bajaban al río a atrapar truchas, reos o salmones. De cómo cada uno tenía su función en la pesca o la manera en que escondían sus presas en las botas para que no sospechara el guarda. Me gustan las historias de pequeños cazadores de lagartijas. Las historias de niños rurales que aprendían el mundo con sus propios ojos y sus manos.

Las cosas cambian mucho de generación en generación. Quizá la evolución del hombre sea acaso sólo eso: mi padre sigue pescando a menudo, y mi hermano va de vez en cuando y yo no lo hago nunca. Quizá mis hijos vean por primera vez un río en un documental.

A veces pienso que tiene razón Pérez-Reverte en lo que ayer afirmaba en la televisión: el mundo ha mejorado, pero nosotros somos peores. Decía Reverte que hemos olvidado (que no sabemos) que vamos a morir. Que antes se tenía conciencia de la muerte y eso hacía de los lúcidos tipos más sabios. Que sólo hay dos clases de personas: los que saben que van a morir y los que no lo saben.

Antes se tenía conciencia de la muerte. Se besaba a los muertos para despedirles. La muerte existía, no se evitaba. Estaba ahí, presente, verdadera y absoluta como los ríos. Antes. Cuando los chicos del pueblo se bañaban en los ríos.

Después de muchos años de pesca mi padre pescó ayer un salmón. Un hermoso salmón de cuatro kilos del que hoy hemos dado buena cuenta y que le ha llevado (a mi padre), inevitablemente, a su infancia, quizá a toda su vida, porque las vidas son los ríos y esas cosas. Yo le he puesto "Ernesto" a nuestro amigo, por Hemingway, por ese precioso libro titulado "El viejo y el mar". Por todo lo que ese libro significa.

Porque el salmón nada contra la corriente y es un buen contrincante. Porque vencerle es cumplir un objetivo. Porque con orgullo y tesón se escriben las mejores historias.