Pequeños placeres domésticos

A veces uno se da cuenta de que las cosas no son como te las habían contado, de que la lucha diaria es inútil y los sueños algo muy cursi y muy tonto de lo que hablan los artistas. La rutina, una rutina espesa, invade los rincones del alma y ahoga la respiración, y obliga a aceptar el pan nuestro de cada día resignadamente. Los lúcidos saben encontrar dentro de esa rutina arañazos de color, la ilusión de las cosas más pequeñas que corren raudas a esconderse bajo los muebles como motas de polvo. Entienden, quiero decir, las reglas del juego: se trata de saber soportar el peso de dos días en el agujero para poder disfrutar después de otros dos días en la cima. Así sucesivamente las alegrías y las penas van y vienen, en un bucle inevitable, cíclico como la historia de la que formamos parte. No íbamos nosotros, pequeños almacenes de errores y aciertos, a ser más o menos que nuestros ancestros. Siempre ha sido así, y así siempre será. Habrá que pensar, cuando creamos que lo hemos perdido todo, que llegarán tiempos mejores a dibujarnos la sonrisa. Habrá que disfrutar, cuando todo lo sublime nos quede grande, de nuestros pequeños placeres domésticos. Cada uno los suyos. Personales e intrasferibles, ¡qué ironía!, como las tarjetas de crédito. Eso es lo bueno.